martes, 16 de agosto de 2011

Nuevo CURSO DE FOTOGRAFÍA.


TEMARIO.

Los orígenes de la fotografía. Fundamentos y antecedentes históricos.

Radiografía de una cámara fotográfica. Las partes de una cámara fotográfica digital.

Fábrica de fotografías. El proceso de la imagen dentro de un dispositivo fotográfico digital.

Exprime tu equipo fotográfico. Técnicas fotográficas I. Aprovechando la tecnología de las cámaras digitales: conocimiento de los programas incluidos en ellas.

La naturaleza de la fotografía: Una chispa transportada a un lienzo. Materia prima: La luz.

Logrando las tomas más difíciles. Técnicas fotográficas II. Haciendo fotografía en condiciones especiales de luz.

Transformando simples fotos en obras de arte. Técnicas fotográficas III (Lenguaje de la imagen y composición).

La exacta combinación entre la luz y la oscuridad. Técnica fotográfica IV. Identificación y manejo de parámetros/programas calves de las cámaras fotográficas.

Disparos creativos. La creatividad y el acto fotográfico. El proceso creativo. Capturando rostros, escenas, elementos diminutos y colosales; los espacios del hombre, su acontecer cotidiano, sus gustos, sus gestos, sus sentimientos.

Géneros fotográficos. Retrato, paisaje, producto, arquitectura, fotoperiodismo, fotografía de moda, deportiva y sub géneros alternativos.

El nuevo cuarto oscuro. Adiós a la gallinita ciega y a las largas esperas. ¡Es la era digital!

Heredando testimonios con una consciencia del siglo XXI. Cuidados del equipo y de las imágenes.

Fechas: Agosto 27-28 (clase en aula Cubículo de Montañismo, en C.U.)

Septiembre 10-11, 17-18, 24-25 (salidas, clase práctica)

Cuota: $ 1,900.00

Mayores informes: amilcarja1@gmail.com

miércoles, 3 de marzo de 2010

Lo que no mata engorda

...en las cuevas, a veces, también tiembla, junto con el resto de la Tierra.

Y a veces, hay otro tipo de temblores, de diferente origen al geológico. Que hacen estremecer a los presentes, que ponen de manifiesto la fragilidad de la vida, la fortaleza y la valía de la amistad, tanto como el amor y el agradecimiento por, literalmente, volver a ver la luz.

En este año, Amilcar cumplió cuarenta años y Oscar los cumplirá en unos meses. De ello están platicando los dos, en la base del último tiro que armaron en un sótano que nombran La Calabaza, en la veracruzana sierra de Zongolica, comentando al mismo tiempo, de esa sensación de placer que experimentan al compartir el bajar juntos a una cueva, nuevamente, luego de quizá cinco años de no hacerlo. Y más aun, de armarla juntos, recordando que la última vez que compartieron cordada de armado, sería unos ocho años atrás. Oscar compara esa sensación placentera con la ansiedad y excitación emocional que da la perspectiva de un encuentro sexual con una mujer atractiva, en quien se haya encarnado un deseo desde hace tiempo. Para Amilcar, el efecto del trabajo extra de sus glándulas suprarrenales se manifiesta en una ansiedad que siempre experimenta desde unos días previos a la entrada a una cueva; esa sensación va en aumento conforme el espeleo encuentro se aproxima; esa ansiedad sólo se calma al estar conectado a la cuerda, pendiente ya en una vertical; y ahora, esa sensación, mezclada con el placer de estar nuevamente compartiendo con su Partner, se transforma en una inquietud que lo lleva a buscar camino, esta vez por una chimenea que asciende paralela al tiro principal, a unos seis metros de aquel, por la que escurren algunos hilos de agua. El sótano en el que se encuentran es sumamente invitador, inspira a hacer un armado creativo, convida a explorar, obliga prácticamente, por su belleza, a hacer fotos, ya que, a pesar de haber descendido en una sucesión de cuatro tiros y otras tantas rampas casi medio centenar de metros, la luz del sol llega con suficiente intensidad hasta ese punto como para poder prescindir de las lámparas, pudiendo en algunas zonas, transitar en esa penumbra mágica que permite apreciar los tonos reales de la piedra caliza humedecida por escurrimientos de agua, y la presencia de un musgo en las paredes verticales que se aferra queriendo ganar terreno hacia lo profundo, hasta donde el sol le permite adornar los macizos calizos de afiladas aristas, como un terciopelo viviente que cambia de apariencia dependiendo del sitio desde el cual se observe. Y al voltear más arriba, los ojos dan con una bóveda a contraluz, que, fijándose bien, es de color verde por el follaje que se cierra ocultando el azul de esa otra bóveda, la de más arriba. En este momento, Oscar dice –carnalito, yo no tengo fotos mías haciendo espeleo- lo que aunado a la magia de la circunstancia, de la situación, del lugar y de trece años de una amistad que se parece más a una relación de hermanos, los ubica, inexorablemente, a uno como modelo y al otro como hacedor de imágenes fotográficas. Amilcar extraña su tripié que ha dejado en la entrada del sótano, cuando el entusiasmo por armar el descenso pudo más que el recordar bajar su accesorio fotográfico. Se apaña como puede para tratar de hacer fotitos.

Una piedra que desciende libremente desde una altura de unos noventa metros dentro de un sótano cuyo diámetro es relativamente pequeño, cae estruendosamente en la base de un tiro a escasos cinco metros por encima de Oscar, quien está conectado a la cuerda y modela para fotos que Amilcar, desde unos cuatro metros más abajo, hace. El inconfundible y fugaz sonido de un cuerpo cayendo, hace reaccionar en fracciones de segundo a los dos espeleólogos que están bajo tierra para pegarse como lapas y proteger sus cabezas en la pared que tiene más cerca, justo un instante antes de que retumbe toda la cueva con el estrépito de una roca del tamaño de una olla de cuatro litros, arrojando, al estrellarse contra el suelo, violentamente, piedras y troncos más pequeños hacia abajo, que en comparación con el objeto que las provoca, caen como llovizna junto a ellos. Apenas cesa el eco dentro del túnel vertical en el que se encuentran, se preguntan mutuamente si están bien, comprobando que no ha habido más daño que el susto que ahora les arrebata el aliento y les bombea con fuerza sangre a la cabeza, haciendo que las reacciones físicas y mentales, titubeen, sin obedecer a la fluidez de la serenidad. Dirigen sus voces a la superficie para tratar de obtener una respuesta a lo sucedido; dan órdenes de que arriba se tenga cuidado. No hay respuestas. No conjeturan nada en voz alta relacionado al origen de la lítica lluvia, se limitan a deliberar qué hacer y deciden subir con precaución, permaneciendo lo menos expuestos que se pueda a la vertical, por si hay otro evento similar. Quizá sólo haya sido un desprendimiento natural… Oscar termina de subir el tiro en el que está a la mitad y le cede el turno en la cuerda a Amilcar. Cuando este último se conecta a la cuerda y está por comenzar a subir, la segunda piedra llega tan intempestivamente como la primera, ahora Oscar se tira hacia un recoveco que hay en la base del tiro a donde ha llegado, terminando por yacer a menos de dos metros del destino final del proyectil. Esta vez el estruendo parece que trae consigo un mensaje que va más allá de una mera interrogante, parece una advertencia; el sonido eriza toda su piel, tensa cada músculo, vibra en la boca del estómago; el temblor de las manos y el de la voz, deviene de en un lugar profundo, mucho más que los escasos cuarenta y cinco metros en vertical que median entre ellos y la ruta a superficie por la que entraron. Ese sonido, como alarido, retumba en sus mentes y en sus corazones, con una lúgubre y amenazante voz tan fuerte y ronca como profunda. Ambos piensan, casi lo saben con certeza, pero no le comunican al otro su intuitiva seguridad: es una de las voces que más teme un espeleólogo, es la voz de la muerte que se arroja la vacío en pos de ambos y se ahoga en su frustración al no poder arrebatar furtivamente a ninguno; así les llama, jugando tiro al blanco a ciegas, con un revólver cargado, hasta ahora, con dos balas. Vuelven a gritar hacia la superficie en busca de una respuesta de sus compañeros, y esta vez, luego de unos instantes, oyen una voz que casi les parece celestial porque la reconocen, sin embargo, ella sólo se limita a un breve –Ya sálganse-. Los dos se miran. Los ojos van preguntando si realmente escucharon esa voz y las dos miradas dicen que sí, entonces tratan de establecer un diálogo con Alejandra, su compañera espeleóloga que está en superficie, pero nuevamente hay silencio, y éste, que otrora es tan apreciado en las soledades de la naturaleza porque permite el estar con uno mismo y escucharse lo que se tiene que decir desde el corazón, desde la razón, sin intromisiones de otros sonidos que vengan a distraer ese diálogo en murmullo que se da cuando uno comulga consigo, ahora, ese silencio, es incómodo, filoso. Corta. Aterra. Y eterniza el momento de encontrarse en superficie. Y se rompe luego de un breve razonamiento de Amilcar “si hay problemas con la gente de la comunidad allá arriba, lo mejor será salir en son de paz, nuestra posición, aun en superficie, es de mucha desventaja, precaria”, esto piensa y sólo le dice a Oscar –Si al salir hay gente de la comunidad, hay que estar tranquilos-, Oscar asiente y comentan que hay que desarmar la cueva, que es en lo que se concentran conjuntando sus habilidades para hacerlo lo más rápido posible, repartiéndose sin ponerse previamente de acuerdo, el uno la cabecera del tiro y el otro el anclaje de reaseguro. Así, ascienden un tiro más, y luego otro, alternando su turno en la cuerda, apenas intercambiando algunas frases aisladas. Ahora los ocupa totalmente el desarmar y el ascender. La vista tiene en su periferia una especie de niebla formando un túnel que sólo permite nitidez al centro del campo visual. La mente, como la vista, sólo se concentra en lo que las manos están haciendo, en sacar los empotradores de las grietas, en abrir los mayones y sacar de ellos la cuerda, en deshacer los nudos, en quitar las anillas de las rocas, en ir metiendo todo en el costal; se sincronizan en su quehacer, al tiempo que uno recupera y guarda la cuerda del tiro precedente, el otro termina de desembarazar el tramo de cuerda más próximo de nudos y equipo de armado, terminando prácticamente al mismo tiempo, guardando y cerrando el costal para dejarlo listo con su cabo de arrastre, de modo que pueda ser izado en el siguiente tiro por el último de los dos que suba; y cuando están colgados de la cuerda, sólo se enfocan en la mano que se aferra al ascensor o que llega a los anclajes de las cabeceras para asegurarse de ellos y pasarlos; furtivamente la vista repasa el trayecto de la cuerda para cuidar algún posible roce con las paredes y, eventualmente, los ojos se concentran en las puntas de los pies que tocan la pared. Todos los eventos del derredor, visuales y acústicos, carecen de importancia. Son anulados. Se dejan de apreciar, tal como la percepción del tiempo que por momentos alarga interminablemente el ascenso de un tiro y que termina por dar la apariencia, cuando ambos están ya a la entrada de la cueva, de haber transcurrido sólo un instante desde la caída de la primera piedra. Mientras tanto, los pensamientos han vagado ligados, por una parte, en torno a las dos piedras de color café que quedan en la base de aquel tiro, distinguibles fácilmente de las demás por ser las únicas que están secas, expuestas al sol, por otra, a la falta de respuesta que reina en superficie, y entre ambos pensamientos se interponen las vívidas imágenes de cómo Amilcar se despidió en una actitud poco usual, el día anterior, de sus perros. Ahora, con mucha claridad puede ver lo que siempre ha pensado como una posibilidad, el hecho de salir un día en pos de las cueva y no regresar más a su casa, y lejos de acrecentar su angustia esta vivencia y este pensamiento, le tranquiliza comprobar que esta forma de vida que ha elegido, es verdaderamente la que le llena, la que lo hace sentir vivo, y entonces idealiza, luchando con el miedo que de todas maneras siente ahora, que en esa decisión, intrínsecamente hay un equilibrio, él siempre ha sabido que estas actividades son parte de su esencia y por estas razones se quiere convencer de que no le va a pasar nada hoy, ni a Oscar. Quizá sus compañeros no respondan porque estén amenazados, aquí, dentro del sótano, no pueden explicarse la causa de ese silencio que los ha atormentado tanto como los estruendos del fondo. Sus silentes compañeros no se percatan de su salida porque la entrada al sótano está cubierta por una densa vegetación tropical, encontrándose en la base de una depresión cuyas paredes tienen pendientes bastante pronunciadas, algunas son prácticamente verticales formando riscos de unos cuarenta o cincuenta metros por encima de donde ahora se encuentran Oscar y Amilcar. Rodrigo, un compañero suyo, se acerca a ellos sólo cuando escucha que ya platican en voz baja, juntos, fuera de la cueva. Llevando el costal de armado, ya sale Oscar de esa espesura verde que le da un tono irreal al ambiente cuando la cara de las hojas expuesta al sol, transmite la luz de aquel con los tonos propios de la clorofila; y lo sigue Amilcar que llevando su mochila con equipo fotográfico, recupera su tripié bandonado. Los dos ven, con mucho alivio y tranquilidad, a unos cuarenta metros, en el sendero improvisado que baja por una de las laderas, la ner oeste, a Alejandra y a Tepeu que están sentados aguardándolos, y a Rodrigo que se interpone entre unos y otros, adelantando unos cuantos pasos a los recién salidos. Todos los pensamientos de angustia en torno a sus amigos, se desvanecen al encontrarlos con bien. Ale explica brevemente cómo, al venir ellos trayendo más material para seguir armando la cueva, vieron a un señor que desde lo alto de una de las paredes que sobrepasan la entrada del sótano, aventó una piedra, que ahora saben que fue la segunda, y cómo le llamaron la atención evitando que continuara arrojando proyectiles. En ese momento, Oscar y Amilcar dimensionan lo ocurrido y comprueban lo que no se atrevieron a comentar abajo, efectivamente, las piedras iban intencionalmente dirigidas a ellos. Y es entonces cuando la crisis sobreviene, dando lugar a una mezcla de emociones y sensaciones por demás intensas. La evidencia de que sus más grandes temores eran ciertos les estremece cada fibra; el pensar en que aquel rugido se ahogó dos veces en su propio fracaso y no tuvo ocasión de regocijarse en su cometido, los hace sentirse infinitamente frágiles, vulnerables, y, al mismo tiempo, los más afortunados por tener esos tres amigos en superficie frente al acantilado evitando más ruleta rusa; porque un cuarto compañero, Edgar “el Compa”, ya había ido a dar aviso a la autoridad; porque a Tepeu no le tocó la lluvia cuando salió en busca de más material para armado; porque en este momento pueden abrazarse, tocarse, sentirse, llorarse y besarse, los dos, los cinco. Porque ese día, un Dragón y tres Caballeros custodiaron sus vidas.

Para Amilcar, el estar parado en mitad de esa hondonada y poder sentir la intensidad de vida emanando de Oscar y la afortunada e incondicional presencia de Alejandra, Edgar, Rodrigo y Tepeu, fue un regalo excepcional. Ese día, el destino, no los alcanzó.

Vendrá el cumpleaños de Oscar. Llegará uno más para Amilcar. Quizá vendrán muchos más. Por lo pronto, hoy por la noche, festejan con una buena dosis de “Piñita”, aguardiente curada con piña. Y brincan y cantan, una vez más, como desde hace diez años, al son de

“Los caminos de la vida

No son como yo pensaba

Como los imaginaba

No son como yo creía…

Uno sabe que la vida

De repente ha de acabarse

Y uno espera que sea tarde

Que llegue la despedida

Un amigo me decía

Recompensaré a mis viejos

Por la crianza que me dieron

Y no le alcanzó la vida…”